Veamos a con tinua ción cómo la tradición oral reafir ma estas ca racte rís ticas a ve ces con tra dicto rias de Shan gó, co mo personificación del fuego. Bonito y fornido, es también glotón y, por tanto, barrigón:
El guerrero Shangó, si buen amante, también era un gastrónomo impenitente y gustaba de los buenos manjares; su plato favorito era el amalá,18 el que se hacía servir con abundancia y esplendidez; en virtud de esto dijo a su mujer que cuidara de su cocina como de sus propias virtudes. Oba prometió y cumplió.
Al poco rato de su matrimonio, Shangó tuvo que salir a guerrear. Adornó su pecho con su guerrera púrpura que remataba en una faja amarilla, de la cual pendía su descomunal espada de firme acero, y montando su potro blanco, de fina raza, echó a andar en busca de los laureles del triunfo. Detrás lo seguía Oba, con dos sacos de nes a la espalda, humildemente a pie, lo que hacía crecer la autoridad del marido. (...)
Shangó regresa ante su mujer y le reclama impacientemente la comida. —Oba, hoy he tenido una jornada laboriosa; dame comida abundante. La mujer lo com pla ce es plén di da men te; pe ro cuan do Shan gó termina la requiere: —Mujer, no he quedado satisfecho; tráeme más amalá. Oba va y le trae más. Shangó queda complacido y se acuesta a dormir hasta el próximo día. Por la mañana se levanta y toma una espada flamante y va a medir su arma de nuevo. (...)
Diez días dura la ruda lucha entre los dos contrincantes más afamados de las gestas guerreras, y la victoria caprichosamente se ha posado unas veces en la testa de Ogún, otras en la de Shangó de Ima, y estos son diez días que paulatinamente han ido mermando las provisiones de Oba. Al llegar este último, la mujer, tendida en el suelo, llora su situación precaria, pues ha recorrido todo el monte sin poder hallar la carne del carnero que ha de servir de principal ingrediente al amalá.
Pero más puede en Oba la voluntad de cumplir sus obligaciones que el gesto vencido del llanto y pensando en que su esposo ha de llegar de un momento a otro, toma un cuchillo, corta sus dos orejas y las añade a la harina que al hervir hace burbujas explosivas. Luego, la mujer se introduce en su habitación, repentinamente convencida de que ha dejado de ser bella, y llora con la cabeza oculta en el hueco de sus muslos. Al poco rato entra su marido, limpiando jactanciosamente su espada salpicada de sangre y por su trato se ve que ha llevado la mejor parte en la contienda.
Mujer, tráeme el amalá y ven a compartir los laureles de tu esposo vencedor —dice. Mas Oba no responde. Shangó reitera la llamada: —Oba, ven a mi presencia. De nuevo el silencio por respuesta y el marido varía de tono: —¡Mujer holgazana, ven a atender a tu marido!
El esposo se impacienta y entra en la habitación hallándola tendida en el suelo, ocultando su rostro con ambas manos. Shangó la tira del pelo violentamente: —¡Oba!... Al percibir su cabeza desorejada, retrocedió unos pasos, llenándose de espanto y al cabo termina: —¡Ah, mujer, sin orejas no te quiero! Shangó, convirtiendo su triunfo en desencanto, se internó en el bosque.
Osado y valiente, le teme, sin embargo, a Ikú, la muerte, ante la cual corre despavorido. Celosa Oyá de la preponderancia que tiene Shangó entre las mujeres y queriéndolo tener para sus goces exclusivos, cierto día, después de entretenerlo un rato con el regalo de su cuerpo frágil aunque maduro, lo deja dormitando en la estera y va presurosa a entrevistarse con la muerte. —Ikú —le dice—, has de rondar mi casa. —Con tal de que me alimentes bien —responde la muerte. —Dentro está Shangó; es un buen manjar para ti. La Ikú accede y se planta en la puerta del ilé. Al poco tiempo Shangó se dispone a salir, y tan pronto como llega a la puerta escucha el agudo silbido de la muerte.
—¡Fuiiiii!
Amedrentado el guerrero vuelve hacia adentro, con los ojos desorbitados y sudando profusamente, con una tembladera en las piernas que apenas si lo deja mantenerse en pie. Y no ha de salir más, porque siempre se topará con la fría mirada de la muerte, removiendo su cola larga y enroscada.20 Poderoso y rico, también es pobre en ocasiones. Olofin había citado a todos sus hijos, los orishas, para que concurrieran a su palacio con la finalidad de comunicarles los augurios para el próximo año\+
Uno a uno fueron llegando engalanados con finas ropas de seda y cabalgando briosos corceles, el último en llegar fue Shangó que por aquel entonces todos llamaban Obara. Las ropas de Shangó desentonaban con las del resto de sus hermanos, estaban algo deterioradas por el uso, por lo que su figura no se avenía con las del resto de los presentes y para colmo había hecho el largo camino hacia la montaña a pie, pues no tenía siquiera un caballo para llegar hasta allí.
Todos comentaban sobre la precaria situación del Señor del Trueno y no faltaba quienes reían a sus espaldas. Shangó era la comidilla de toda la familia. Olofin comenzó a hablar y predijo que aquel sería un año de grandes dificultades, sequía y pobreza en general, por ello había decidido hacerle un regalo a cada uno de los presentes. Cuando llegó la hora de la partida a cada uno le fue entregada una calabaza.
A nadie se le ocurrió protestar delante de Olofin, pero una vez fuera del palacio, comenzaron a despotricar contra el Padre. «Ya está tan viejo que no sabe lo que hace». «Creerá que con una calabaza se puede vivir un año entero». «Una vez más ha hecho el ridículo», comentaban entre ellos, mientras dejaban caer los frutos que con tanto amor les había regalado Olofin. Obara que caminaba a la zaga de todos ellos, iba recogiendo las calabazas en un saco pues en su vivienda la comida estaba escasa. Al día siguiente, muy temprano, su mujer le preguntó: «¿Qué hacemos hoy de comida?», a lo que él respondió: «Ayer traje unas calabazas que me encontré en el camino hacia acá».
La mujer se dispuso a cortarlas y cuál no sería el asombro de ambos al comprobar que las calabazas estaban llenas de dinero. Corrió el año y Olofin volvió a citar a todos sus hijos. En esta oportunidad ya no venían tan bien vestidos, algunos hasta habían vendido sus caballos. Obara fue el último en llegar montado en un soberbio corcel blanco, vestido con sus ropas rojas de seda y luciendo joyas de oro. Nadie se explicaba cómo era que le había ido tan bien en un año tan calamitoso.
Cuando Olofin apareció lo primero que preguntó a sus hijos fue qué habían hecho con el regalo que él les entregara.
«Bueno, papá, es que pesaban mucho y las botamos», dijo uno de ellos.
«Y tú, Obara, ¿qué hiciste?» Preguntó el supremo Rey.
«Yo sí como calabaza», respondió Shangó.
«En lo sucesivo —sentenció fin— siempre que te encuentres pobre, yo acudiré en tu ayuda».
Cuando a Shangó se le llama Obara, se está haciendo referencia a uno de los signos del oráculo de Ifá muy utilizado por los yorubas. Esta figura oracular es semejante a una lengua de fuego, aunque también se le ha comparado con una pirámide y con la punta de una flecha. Obara —dicen algunos— es una piedra de rayo. Como Obara, Shangó vence a Ikú. Enterado Ikú, de que Obara distribuía la felicidad, la prosperidad y la salud por toda la Tierra, enfureció de tal manera que de inmediato comenzó a elaborar un plan para destruirlo.
El Rey de la Muerte se fingió enfermo y encargó a sus ayudantes que buscaran a los hijos de Obara y los retaran a que, como adivinos que eran, descubrieran cómo podían curarlo. Claro que como Ikú fingía con su disfraz de enfermo, a los hijos de Obara les fue imposible adivinar cuál era su padecimiento, por lo que, uno a uno, fueron hechos prisioneros. Obara que tenía fama de buen padre, visitaba a sus hijos con frecuencia, pero desde hacía unos días, no podía encontrar a ninguno.
Así averiguando, se enteró del destino que habían corrido sus hijos. De inmediato, tomó los instrumentos de adivinación, y como resultado obtuvo que al que le estaban tendiendo una trampa era a él. Ni corto ni perezoso buscó a Eleguá para que espiara todo lo que ocurría en casa de su temible enemigo. Eleguá le pidió una escalera, un chivito y un pollo por tan delicado trabajo, a lo que Obara cedió gustoso. Por eso, cuando Obara apareció en casa del Rey de la Muerte, sabía lo que le esperaba. Ikú quiso envenenarlo, pero todo fue en vano. Obara se hacía el que tomaba la bebida que le brindaban y discretamente la botaba. Le dijo a Ikú que si lo curaba tenía que entregarle dos sacos de dinero.
Luego le indicó que se diera un baño con unas hierbas que él había traído. Ikú que pensaba seguir engañando a Obara, subió a su habitación, se quitó el disfraz y se acostó a dormir. Eleguá, que esperaba pacientemente en su escondite a que el impostor se quedara dormido, tomó la escalera que le entregara Obara y subió por ella hasta la ventana del cuarto donde dormía Ikú. Una vez adentro le robó el traje de la enfermedad con el que había engañado a los adivinos.
Por la mañana, Obara tocó varias veces en la puerta de la habitación de su enemigo, este, confundido, no sabía qué hacer, ya que su disfraz no aparecía por ninguna parte. Cuando al fin, vencido, el Rey de la Muerte decidió salir de su habitación, no solo tuvo que pagarle los dos sacos de dinero a Obara, sino que también debió liberar a los prisioneros. Luego Obara le entregó un saco a Eleguá. El fuego descontrolado solo deja a su paso muerte y destrucción, de ahí surge la tación poética que convierte al efecto en causa (metonimia). Así se llega a afirmar que la muerte persigue al fuego.
Es por ello que en algunas leyendas, Shangó huye delante de Ikú. Por otra parte, el fuego es utilizado, desde tiempos inmemoriales contra la mortandad causada por las epidemias. Debe ser este el origen de las narraciones en las que el fuego vence a la muerte. De estos dos hechos interpretados mitopoéticamente, nace la dicotomía del fuego como valiente o cobarde. Leal y cumplidor puede llegar a tramposo y, a veces, hasta mentiroso. Machista que una vez tuvo que disfrazarse de mujer para salvar la vida. La hora avanza lentamente y muerde con interminables minutos al pobre guerrero Shangó, que como una inmunda alimaña está tendido en la tierra sin gesto y sin coraje.
En tal situación se le presenta Oyá, la dueña del cementerio. Oyá le dice de este modo: —¿Qué haces, Shangó, en actitud tan impropia para un guerreador? —Nada, omordé; el potro se ha escapado con mi coraje a cuestas. Ahora no podré hacerle frente a Ogún. —Te prestaré mis trenzas y mi túnica. Así volverá el valor a tu cuerpo —le propone Oyá. —Acepto; si regreso te pagaré con creces. Y Shangó, adornando su cabeza con las trenzas, púsose el blanco sayal encima de su indumentaria con espada, y tomó el camino de la ceiba.
Si bien su valor volvió a la normalidad, no menos decreció con gestos de varón; y al aproximarse a la ceiba donde esperaba impaciente su enemigo, recogió su falda con sutil elegancia y pasó adelante como una amanerada y frágil mujer. Ogún, inclinando la cabeza, lo saluda cortésmente como si se tratara de Oyá...23 Severo, exigente, austero por una parte y por otra parrandero, gastador y embustero. Corrían tiempos difíciles para Shangó. Las cosas no marchaban como él deseaba y le faltaba el dinero, lo que lo ponía fuera de sí. —Yemayá —le dijo a su omordé—, ¿y si le robamos unos ñames a Ogún? —¿Tú estás loco?¿No sabes que Ogún se pondría furioso?
No obstante, Shangó ideó un plan. Fue con Yemayá al bosque donde Ogún tenía su siembra de ñames voladores, encaramó a la mujer sobre los hombros y ella tomaba las semillas y las guardaba en su alforja. Cuando terminaron, Shangó salió del monte caminando hacia atrás y se tomó el cuidado de pisar en los mismos lugares en que lo había hecho para entrar. Ogún, que vio las huellas, no se pudo explicar quién había ido a buscarlo y por qué no aparecía por ninguna parte. Como no había indicios que mostraran que había salido de allí, se quedó muy confundido.
Tiempo después, pasó por el mercado y vio a Yemayá vendiendo ñames. —¿Esos ñames no serán míos? —le preguntó. —Ogún —le contestó Yemayá— tú sabes que yo no entro en el bosque a buscar nada. El dueño de la fragua fue a donde estaba Olofin quien hizo compadecer a Yemayá y Shangó.
«Juro que mis pies nunca han pisado las siembras de Ogún», dijo Yemayá y añadió Shangó «Juro que mis manos nunca han tocado los ñames de Ogún». Como Supremo Hacedor, Olofin sabía que no mentían, por lo que se viró hacia Ogún y le sentenció:
«To ibán eshu», el dueño del bosque había perdido la partida por la astucia de su hermano quien le había dado las semillas a Oricha Oko para hacer una cosecha.24 Padre mimoso puede llegar a ser terrible, si sus hijos lo desobedecen. Osogbo no quiso darle un abó25 a Shangó para que mejorara su suerte. Shangó, cansado de la desobediencia de este, le lanzó un rayo y le quemó la casa. La suerte de Osogbo cada día era peor. Vivía por los parques y no tenía qué comer.
Un día se encontró con Orula que le dijo: «Ve por casa a verme». Orula le hizo un registro con su tablero a Osogbo y le mandó que hiciera rogación con un akukó26 para
Eleguá, cuatro eyelé fun fun27 y lo que había podido rescatar del incendio. Osogbo lo hizo todo, y pudo aplacar la ira de Shangó.28 En fin, Shangó es el fuego, el rayo, el trueno y todo lo demás, son sus atributos, poderes que le fueron entregados: A las ramificaciones por las que el fuego se extiende se les suele llamar «lenguas».
La lengua como símbolo está relacionada con Shangó. Entre las historias que se le atribuyen al Orisha se incluye la de la lengua como el mejor plato del mundo y también como el peor plato del mundo, que conocemos a través de Esopo, y que es a la vez un patakín muy divulgado por la oralidad de tradición yoruba en Cuba. El fuego se asocia con el rojo, el color del amor, la virilidad, el poder, el peligro, la libertad, la sangre y también las guerras y las revoluciones.
Figura entre los colores cálidos y es el color de la pasión y de la vida. Con el rojo se han identificado en nuestros días los hechos sangrientos, por ejemplo, la crónica roja; a los lugares peligrosos se les dice zonas rojas, a los momentos de tensión se les suele calificar que están «al rojo vivo».
Durante la Edad Media se desarrolló el arte o «ciencia» de la heráldica, que establecía las leyes que determinaban cómo debían ser los escudos que distinguían a los nobles. Para que los colores no llevaran los mismos nombres que utilizaba el «vulgo», las clases dominantes idearon nuevos nombres para designar a los utilizados por esta singular «ciencia». Así, al color azul se le dio el nombre de azur, al negro sable, al verde sinople, al morado púrpura y al rojo gules. Este último se asociaba con el planeta Marte, el fuego, el día martes, los meses de marzo y octubre, el cobre, el cedro, el clavel y el pelícano.
Cuando en un libro o tratado de heráldica era imposible reproducir este color, entonces se le representaba con líneas perpendiculares. El noble o caballero que tuviera el rojo en su blasón, estaba distinguido por un símbolo que señalaba su valor, atrevimiento, e intrepidez, pero también señalaba su obligación de socorrer a los injustamente oprimidos.29 En un principio Shangó utilizó un collar todo de cuentas rojas, pero su madre Obatalá Yemú para aplacar el carácter del Orisha, le puso una cuenta blanca por cada una roja.
El blanco es la unidad de todos los colores de la luz. Simboliza la pureza, la castidad y la sabiduría. Para los yorubas, Obatalá es el designado por el Dios supremo Oloddumare, Olorun, Olofin, para gobernar las cabezas de los hombres, su color es el blanco. Los que en Roma se postulaban para puestos públicos se vestían de blanco, de esta manera demostraban su candidez, su pureza; de la palabra latina candidus se deriva candidato en español.
En el Evangelio de San Marcos se dice: «Jesús se fue a un cerro alto llevándose solamente a Pedro, a Santiago y a Juan. Allí, delante de ellos, cambió la apariencia de Jesús. Su ropa se volvió brillante y más blanca de lo que nadie podría dejarla por mucho que la lavara». Marcos (9: 2, 3 y 4). El blanco está asociado con lo más alto, con lo divino, de donde emana la sabiduría capaz de atemperar la pasión que se le atribuye al rojo. Cuando Obatalá pone cuentas blancas al collar rojo de Shangó, no solo aplaca su fuerza desmedida, sino, además, le confiere parte de su sabiduría.
Continua tomo 5

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